Réquiem a la orilla del Magdalena


No tuvieron que limpiarle la cara 

para saber que era un muerto ajeno

 

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


 

 

 

 

 ¡Pum! Un hombre ha caído. 

    Un Cardumen de carpas doradas baja por el cauce del Magdalena custodiando el cuerpo que recorre, cual embarcación abandonada, sus aguas profusas. Allá va, río abajo, el hombre ojos de pólvora, y los pececitos en sus manos titilan como cirios. El río ataúd, el río fosa. Un hombre que no sabe su nombre, que nunca más podrá decirlo. Y allá va sin deudos, por el río muerto, con un tiro de gracia en el pecho. Se sumerge: el Magdalena lo arrulla con su canto. 

   Desde las canoas danzan las redes. Se abren en los cielos de la Ciénaga, y cuando han pescado el sol, caen como mortajas sobre el río. Aquel pescador del sombrerito de paja, el mismo que anoche ha soñado pescar la riqueza, hala con fuerza, de pie sobre su canoa. ¡Aleluya!, grita; pero es incierto lo que yace bajo el agua. El hombre sin nombre ha salido a la superficie, hinchado, como una verdad que resiste el olvido. Emerge como acorde vallenato: Ayayay, ay, ayayay. Padre nuestro que estás en el cielo, susurra el pescador, y se quita el sombrero de paja y lo apoya contra su pecho desnudo, del color del café. Mirando al cielo se santigua. Impulsa el cuerpo con sus manos vacías. Allá va, río abajo, ese hombre en busca de un puerto, de un llanto. Va cabalgando sus miedos en las rocas enmohecidas. Al fin encalla en la orilla, entre juncos, troncos y niños que chapotean alegremente. Es una ballena, gritan. Nooo, si es un cocodrilo. Nooo, es un caimán con las tripas afuera. 

   ––¡Ahhh! Nooo ––dice la niña––, es un  muerto. 

   Empujan lo que queda del hombre, y, silenciosos, como jugando a las escondidas, lo devuelven al río.

    ––Que en paz descanse ––dicen. 

    Allá va de nuevo el cuerpo sin nombre. Un barquito de guerra que ha sido tocado por la gracia infantil.   


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