A quien interese


  Soy una mujer de descubrimientos tardíos. Recién el verano pasado vi y atrapé una luciérnaga. Celebré su brillo verde bajo un cielo rochense estrellado, porque la noche y mis manos sostenían el mismo destello. Tarde descubrí la trompeta melancólica de Chet Baker, y tarde besé la boca de una mujer, deslizando mi lengua con ansias. No encontré nada extraordinario en eso. Tengo treinta y ocho años y un repertorio de hallazgos a destiempo. Cosas como estas y otras tantas me componen como una melodía de risa y locura y miedo. Compito conmigo misma a tomarme el vaso de agua completo, de un tiro. La semana pasada batí el récord. Cuatro segundos, ni más, ni menos. Me cepillo los dientes a puerta cerrada, cosa que nadie vea la espuma que sale de mi boca. Y de ninguna manera permito que otro me enseñe su propia espuma. Hay cierto pudor en eso. Sigo esperando que me regalen una guacharaca, y tocarla con un vallenato de fondo. Todo el tiempo digo palabras que no se me entienden, porque vengo de muy lejos, de donde se toma sopa a treinta y cinco grados Celsius, de un país en el que a los loros se les entrena para decir «hijueputa», después de darles de comer pan mojado con vino. Me columpio con los pies descalzos, mirando al cielo, imaginando que soy una gaviota. La muerte me sedujo muy pronto con su boca roja. Precoz llegó a mi vida. A los cuatro años dije «me voy a matar», y a los siete caminé sosteniendo la catarata de cintas rosa, amarilla y celeste que pendían de un ataúd pequeñito. Ella: un bebé profundo con las fosas nasales rellenas de algodones. Aquí sigo sin entenderlo. Así que soy este poema de Jaime Sabines: «Mi madre me contó que yo lloré en su vientre/A ella le dijeron: tendrá suerte/Alguien me habló todos los días de mi vida/al oído, despacio, lentamente/Me dijo: ¡vive, vive, vive! /Era la muerte». Salto bajo la lluvia con la boca abierta. Lloro con Adiós Nonino, o con Oración del Remanso, porque no le debo una sola lágrima a la buena música. Compro berenjenas que nunca cocino. Me obsesionan los libros de segunda mano, pues a través de sus subrayados me comunico con otros. Ahora mismo, por ejemplo, leo el libro que fue de una mujer (dice Sara en letra cursiva). Amoz Oz es el canal. Ella subrayó con lapicero azul, carente de pulso: «En el mundo hay una profunda, constante e irremediable injusticia erótica». Sara, ven a conversar conmigo. Un hombre con el pelo como las crines de una bestia me hizo conocer temprano, esta vez muy temprano, el horror de haber nacido mujer. Me toco la oreja derecha de una manera erógena infantil, de la misma forma en que tocaba mi clítoris a los once años, cubierta de sábanas para que Dios no me viera. Me suscribo a todos los diarios digitales y no leo ninguno. Me duermo en las fiestas, y si son en casa, me importa poco irme a dormir; luego me disculparé. Hablo todos los días con papá, un ser tan dulce como maniqueo, porque para él o crees en Dios y vas a su presencia cuando mueras, o te cocinas en el infierno. Me cuestan las mañanas, su olor a perfección, a vida nueva, el estruendo del progreso. Creo que hay belleza en el vacío, por eso amo el hueco que la gente deja en un sillón, o las cenizas en un cenicero, o los labios granates marcados en un cigarro. Me gusta silbar, y confío en que un día alguien descubrirá mi talento. No me duermo sin antes estirar las sábanas. Mi pareja me regaló unos binóculos para avistar aves, porque admiro a las aves, su vuelo, sus cantos, la sutileza con que se acicalan. La cosa es que he dejado de avistar aves. Ahora espío a los vecinos desde mi patio, y créeme, hay gente sola, muy sola. Adopté una perra que ladra cuando mi pareja me da nalgadas, y aunque sean ligeras, la desgraciada puede escucharlas. No pongo libros en la mesa de noche. Los tengo desperdigados por toda mi casa, en la sala, en el comedor, en el baño, en mi cuarto. Los leo cuando ellos quieren que los lea. Mis expectativas no entienden de realidades, y tengo una curiosidad necia que no sabe de peligros, por eso tiendo a tomar malas decisiones. Ventilo mi casa cada mañana, no empiezo el día sin funk y agradezco a la Madre Tierra mis tres comidas. Tengo fetiche por las manos masculinas, grandes y morenas. También me seducen los muñecos de peluche gigantes, de esos que te encuentras en los supermercados promocionando productos infantiles. Sé que ahí dentro hay un ser humano capaz de todo. Me gusta coger frente al espejo y sentirme dueña de mi placer. Venero los orgasmos, esas muertes chiquitas que me recuerdan que estoy viva. Viva. Es la misma razón por la que no le tengo asco a los pedos. Disfruto respirar y sentir el aire fresco y cálido que pasa por mi nariz. Odio el tuco y la forma en que me hace recordar un amor contrariado. Amo el aroma del café, que es como decir amo al hombre que me despierta todos los días. No le tengo miedo a la tristeza, aunque sí le temo al paso del tiempo. Una vez cuidé de una paloma confiando en el poder sanador del amor. Murió, y es mi gran maestra de la impermanencia. Intercambiamos ropa con mis hijas, sus jeans, los míos, mis botas; siempre mis botas. Tengo una nalga y una teta más caída que la otra. Me depilo las piernas y las axilas casi todos los días. ¿Seré por ello mala feminista? Me gusta leer en voz alta, es mi manera de amar, es generosidad. Muggles de Louis Armstrong y marihuana: binomio de dioses. Colecciono plumas y hojas y flores secas. Me gusta el olor de la lana perfumada, y el de las patas de mi perra. Le sonrío a la gente en la calle. Me gusta besar, y beso. En los buses leo de reojo lo que otros escriben en sus chats, y me sorprende cómo se desgastan en nimiedades. Miro al mar y pienso en Alfonsina Storni. El olor de las manzanas me recuerda a mi abuelo, al único, al que me enseñó a silbar juntando las manos, «como indigena», decía. Cuando escribo «mamá» recuerdo que mi madre es un poema: Luz Marina. Me enternecen los ratones y me gustan las ratas. Alguna vez con mi hermano adoptamos un ratoncito, Lolo le llamamos. Lo pusimos a dormir en una caja, arropado, hasta que mamá lo descubrió. Al día siguiente lo liberamos. Una vez mi hija menor y yo vimos una rata moribunda a plena luz del día. Bajábamos por Luis Alberto de Herrera, rumbo al shopping, quejándonos del calor del verano. La gente paraba a tomarle fotos, a reírse, a disfrutar de la agonía de la rata. Hablaban de matarla. Qué asco, decían. Ella se tambaleaba nerviosa, indefensa, como hinchada. Pobre, dijo mi hija, y la abracé. Sentí más pena por los que disfrutaban el espectáculo del dolor ajeno. Sí, me gustan las ratas y las palomas. A las primeras las respeto por rebeldes, a las segundas las amo por su lealtad. Ellas siempre vienen y me esperan como comensales en el alféizar de la ventana, todos los días a las tres de la tarde.

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