Mi infancia, la muerte


 

Todo cuanto tiembla en el borde es nacimiento.
Y solo desde el borde se ve la luz primera
el blanco-blanco
que nos crece en el pecho


PIEDAD BONNETT



 

    Quizá papá y mamá no me perdonen 

    si digo que mi infancia es la muerte. 

    Que, en esa tierra,

    la tierra de mi infancia

    la del crotón amarillo y verde 

   también se levanta una palmera

de cocos sin agua, 

    un rosal marchito. 

    Que los cardos siguen creciendo allí

    en las sierras

   y las semillas de cacao nunca germinarán. 

 

    Los linderos de mi infancia se desplazan, día a día, como enredaderas por mi memoria. Se adhieren a ella con sus pequeñísimas ventosas, colonizando el país de lo que soy, de lo que tengo y lo que no. Y duelen. 

    Quisiera decir que aquella tierra fue solo un campo de hortensias y dalias y alegrías, o ese patio de helechos de un verde vibrante, con aves libres que refrescaban el aire con sus aleteos. Un lago de aguas claritas en las que, por primera vez, vi mi reflejo de pocos dientes. Mentiría.  Mi tierra, mi infancia, no fue solo la pradera en la que corrí con mi hermano; o un riachuelo con pececitos susurrando en las plantas de mis pies. Claro que fue un sendero de guayacanes haciéndome reverencias con el rumor de sus hojas. Pero mentiría. Mentiría si ignoro al lobo que, al final de ese sendero, esperaba por mí, discreto. Un lobo sin dientes, pero con suficientes dedos para estrangular a su presa. 


    Mamá, papá:

    no sería mi tierra, mi infancia

    sin la muerte

    mi diosa maestra ángel de mi guarda

    que arrulló mis noches 

    de llantos 

    cuando nadie me escuchaba. 

    No era negra la muerte,

    nada de eso. 

    Era amarillita y cálida 

    con pechos voluptuosos 

                                         y me amamantaba. 

   

   Apuesto que papá y mamá invocarán a Dios al leer esto. Dios poderoso. Y es porque ellos, que solo se miraban a sí mismos, que se miraban con enojo, ignoraron los ojos tiernos de la muerte, la vocación de vida de la muerte. No se resguardaron bajo sus faldas, tampoco tocaron sus manos de seda, sus cabellos de musgo. Yo le hacía trenzas a la muerte, mientras ella me contaba historias. En eso se parecía a mamá. Pero mamá la maldecía, y papá se burlaba de ella. Entonces la muerte, mi ángel de la noche, que hablaba quedamente en versos alejandrinos, no vino más a arrullarme. La muerte, mi maestra, la de la historia de la niña que murió y volvió a nacer, partió de mis tierras. «No es bienvenida», dijeron papá y mamá, y me bajaron del tejado cuando hablaba con ella. Y al regresar de su brevísimo exilio, la muerte vino con la niña del cuento en sus brazos. Era una niña hermosa de ojos de vidrio; y yo la amaba, a la niña la amaba. Llorando, la puso a mi lado, en un cofrecito de tela y cintas de colores, y me dijo: «Mírala, es ella, pero ahora sí está muerta». Ambas lloramos la niña. 

    Un día, que fueron varios días y a horas distintas, la muerte caminaba en círculos por el patio de casa. Tenía los pies ampollados y las manos resecas, y en ellas sostenía a mi lorito Tobías, a mi hámster Copito, a mi codorniz sin nombre, a mi pollito Pollo. 

    

    Y a mi perro, a mi perro Tino 

    lo sostenía y lo lloraba.

    Y llevaba mi inocencia, 

    que se escurría como baba por sus dedos. 

    Me dijo perdón. 

    Yo le sequé los ojos, ella secó los míos.  



    Es ella la diosa de mi infancia.


    Luego vino por mi abuelo. Mi abuelo que puso el abono de mi crotón. Mi abuelo que me quería y cosechaba manzanas para mí. 

    Vino por mi amigo, que nunca más cantó «un buen guerrero».

    Me enojé con ella. Yo misma la desterré por ambiciosa, por egoísta. Y la encontré llorando entre los maizales en los que ambas jugábamos a las escondidas. Me imploró «perdón», y la perdoné, porque una noche se llevó pegado a su pecho al bebé de mi tía; mi «tía la enfermita», como la llamaban los machos de casa. Mi tía la abusada, la no madre, la desdichada.

    Una mañana, en el Río Magdalena, en que el sol se derramaba como una reconciliación sobre sus aguas, la muerte y yo nos sentamos sobre un cuerpo flotante, de vísceras fláccidas; el cuerpo de un hombre de la guerra. Ella me vio con sus ojos tiernos y me dijo: «Lo siento, lo siento tanto, pero qué más queda».


    Podría contarte, que, en mi tierra, mi infancia, comí tantas manzanas como imagines. Con el pelo sin reglas corrí por las calles con un globo azul en la mano. Canté, canté mucho, mientras Gloria, mi amiga, me iluminaba con su linterna fingiendo un escenario. Yo era Gloria Trevi. En mi tierra, comí mandarinas con semillas, y creí que en mi panza crecería un árbol, y entonces tomaba mucha agua para sentirlo brotar. En mi tierra, Teresa, mi amiga abuela, se sacó su pata de palo y me dijo: «Sigo sintiendo la pierna que no está». Me pidió que le hiciera cosquillas en su pierna invisible. Teresa se reía y yo me reía con ella. Podría contar que le quitaba las canas a papá, porque él me lo pedía. Papá tarareaba un vallenato, y gritaba ¡ay! a cada tirón, y luego una risa. Y con mamá… Mi contadora de historias. Mamá, que estuvo tan cerca de amigarse con la muerte, y no. Y podría también contar la tarde en que mi hermano me enseñó a montar en bici, y me aplaudió cuando salí disparada, solita, por la calle 51, en nuestro barrio San Miguel. Pero no sería mi tierra, mi infancia, si no te repito que vi a la muerte descansando en nuestro maizal, dormitando en mis praderas, bañándose en mis riachuelos. No sería mi infancia si no te digo que la vi llorando, arrepentidisima. Que la muerte y yo caminamos de la mano hasta el borde de un abismo, y ella me dijo: «No, espera, por favor espera, te lo pido». Y la escuché cantando, moviendo las manos, sonriendo con sus dientes de marfil. Ella, la muerte, mi maestra, que me enseñó todo cuanto sé de la vida: los cantos de las aves, el sabor de las ostras, el picor de la lluvia en la cara, el tornasol de las moscas, el polvo danzante bajo el sol de media tarde, y el gozo, el escurridizo gozo como el primer verso del poema de la vida. 

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