Mi tormenta


   Está tronando. Desde mi cama escucho el sonido filoso de la lluvia caer sobre cualquier tejado, sobre el mío. Afuera es una orquesta tocando un réquiem. Una fusión sonora que por momentos pesa. Un obrero que no conozco insiste en golpear, pese al agua que cae con premura. ¿Qué golpea? ¿Golpea con enojo?, ¿con cansancio? ¿Lo hace quizá con convicción? Es un ruido semejante al de mis obsesiones. Tac, tac, tac. Siento miedo y la estridencia del cielo no ayuda. Los relámpagos resplandecen tan tristes que puedo volver a verme treinta años atrás, asomada por los barrotes de una ventana, esperando a que cese la lluvia. Los dientes castañeteando. Mi pequeña yo viendo llover, temiéndole a la tormenta, al chaparrón impasible. Cada destello me alumbraba la cara como recordándome la angustia de estar viva. La frente apoyada en los barrotes fríos sin que alguien dijese: «no le temas. Ya pasará». Pero el cielo se resistía a callar. Yo, en cambio, callo mi desazón por las vidas echadas a perder, la ansiedad que me produce mover las hojas del calendario, el horror al beber agua a sorbos para no ahogarme si la bebo a cántaros. Callo la vergüenza cuando saco las manos vacías de mis bolsillos. Yo callo la sorpresa nerviosa frente a mis arrugas delineando sus profundidades, y el miedo a seguir sintiéndome niña en un mundo hecho para adultos.
   Está tronando. Podría levantarme y ponerle cara a la tormenta. Pero no. Quisiera reírme cuando el cielo titile con su luz plateada, cuando las copas de los olmos se doblen y vuelvan a enderezarse, necias. Reírme con las gotas que caen sobre el charquito de agua, lluvia sobre lluvia. Todo vuelve a su origen. Con la tormenta solía pensar en mi muerte. La muerte que muy pronto me sedujo con su boca roja. Precoz llegó a mi vida. Me imaginaba destrozada por un rayo en medio de la noche, en el patio de mi casa, con las manos mojadas y los pies descalzos, sin haber presentido el rayo pese a toda su luz. Nunca me escondí de la tormenta, y tampoco me atreví a desafiarla. Preferí temblar su aparición como un regaño inesperado. Sufrir sola, viéndola tras los barrotes danzar su sinfonía endiablada. Sola, como aprendí a llorar, a darme placer. Y entonces hoy, especialmente hoy, quisiera que mamá cruzara el continente para abrazarme mientras llueve, mientras pasa la tormenta. Quisiera que papá me despertara otra vez como si fuese aquel noviembre lluvioso, y volviera a decir ¡sorpresa! al poner un hámster sobre mi pecho, suavecito. Feliz cumpleaños, diría papá. Quisiera que mi hermano me tomara de la mano, sonriendo, y saberme segura bajo el aguacero de camino al colegio.
   Truena. El cielo ruge como un bombardeo sobre cuerpos inocentes, sobre olivos sepultados. Quisiera gritar, gritar, gritar, hasta que se escuche todo mi hartazgo. Gritar para que se escuche la tormenta, mi tormenta.

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