La Espera

 


Las llantas del camión le pasaron por encima y el perro chilló con la desesperación de los intestinos y los miembros estallados. Lo vi desde el auto, bajé la ventanilla y fui desacelerando mientras me acercaba a la banquina. El dóberman o pitbull (no sé bien) que lo acompañaba había huido despavorido hacia la hondonada, en la oscuridad de la noche. Se salvó de que yo lo aplastara cuando cruzó de un lado a otro de la carretera. El camión siguió su camino y pasó tan cerca y tan rápido que me revolvió el cabello. El perro quedó ahí, tendido en el pavimento, contrayéndose y aullando. A lo lejos, sobre la ruta, dos luces amarillas avanzaban. En cuestión de segundos pasaría un auto y lo remataría. Prendí las balizas y estacioné. Me até el cabello. Por la ventanilla miré hacia la izquierda, pocos metros más adelante, y lo vi apenas levantando la cabeza, queriendo lamerse la panza, ¿o las patas? Era la una de la mañana y yo ya había pasado el peaje del Playón. La velocidad es lo mío. Iba ansiosa por todo el camino que tenía por delante. Doce horas de recorrido entre Bucaramanga y Cartagena; pero es la costa colombiana, la costa del Caribe que no es cualquier cosa. Había que ir en auto, dijo papá, y esperar al amanecer en la ruta, cuando el sol asomara por la sabana y se levantara sobre las plantaciones bananeras. «Un espectáculo», dijo. Destapé una lata de Coca Cola ya tibia y esperé a que el auto pasara a toda prisa, sin notar la presencia del perro moribundo (¿o notándola?) e hiciera el favor de explotarle la cabeza. Quedaría el rumor de las llantas calientes y apuradas al pasar, cesaría el aullido, y yo podría continuar tranquilamente mi camino. Bebí más Coca Cola y eructé cuando vi las luces altas más cerca del perro, que daba brincos. Me encandilaron y apreté los ojos.

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