No es Askari

 



El ex clavadista iraní Taghi Askari hizo un clavado perfecto a sus cien años. Luego de casi seis décadas de receso volvió a saltar desde una plataforma de tres metros, en el Campeonato Mundial de Natación en Qatar 2024. Era Askari rompiendo el agua con una precisión artística; burlando el tiempo, el deterioro. Cuánta emoción ver a Askari desplegando sus alas, zambulléndose en el agua como un viejo pelícano, que no por viejo es inútil. Una cámara acuática capturó el momento en que su cuerpo fláccido y lechoso se cubrió de espuma blanca, y entonces Askari, al fondo de la piscina, fue joven y capaz de todo. Como en 1951.

Pero esta columna no va de Askari y su clavado perfecto. No es Askari la norma de los viejos. No es Askari lo que uno se encuentra por las calles de Montevideo. No es Askari lo que camina por el Barrio Cordón, con sus ojos chinitos, apenas arrastrando un carro de feria. Los pantalones meados. No es Askari el que, en la puerta de su casa, recostado en su caminador, me cuenta que nadie lo llama. No hay quien se acuerde de él. ¿No hay? No hay. No es Askari (no lo es) la mujer, tal vez septuagenaria, tendida casi a la entrada de Lion D’or como una masita que se ha echado a perder. Aferrada a su cigarrillo, que es lo único que le queda por agotar en la vida. No es Askari lo que dormita, sin dientes, en las sillas de mimbre de los residenciales. No es Askari lo que yace en las camas de los sanatorios. Porque fue ahí, en la sala de espera de un sanatorio donde pensé en Askari, y debo decir, lo odie, y luego lo quise de nuevo; lo quise tanto a Askari como a un santo de devoción para rogar por los que, con muchos menos años que él no pueden siquiera llorar. Askari sí. Askari lloró, y sonrió entre lágrimas cuando le entregaron su medalla simbólica. Y mientras recordaba la sonrisa esbozada de Askari, y ese rictus de nostalgia en su cara de clavadista retirado, escuché lo que sigue: «Esto es como el día de la marmota, ¿vos sabés? Todos los días lo mismo. Que hoy sí se muere, que hoy seguro se muere. Pero mamá sigue ahí, esperando no sé qué». Dos mujeres hablando. Jóvenes. Quizá mucho por esperar. Me queda en la punta de los dedos ese «esperando no sé qué». Esperando no sé qué, pienso ahora que escribo, y recuerdo también a mi abuelo desnudo, escurriendo el agua que yo le dejaba caer cuando lo bañaba. Esperaba el agua, mi abuelo. Solo el agua. ¿Qué espera una anciana moribunda en una cama fría de sábanas blanquitas? No hay espera, solo entrega. ¿Qué podrá esperar si ya no mueve la boca, si ya no llora, si ya no ríe? ¿Cuál sonrisa de vuelta espera? ¿Cuál llanto en retribución? ¿Qué espera esa madre vieja si las únicas aguas en las que se sumerge son aquellas que rebosan sus pulmones? Y pensé que no quiero llegar ahí. Que no quiero suscitar esa pregunta en mis hijas en nadie en mi marido. La pregunta por mi espera. Mi espera cuando ya nada quede de mí.

Hoy, en cualquier cama, en cualquier silla, en cualquier calle, hay una vieja, un viejo, viviendo una y otra vez la agonía de estar vivo cuando ya poco queda de sí mismo. No es Askari. Son cuerpos que naufragan sin luz en el ocaso.

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