La forma de su nombre

 




 

 

 

 

La abuela no sabe escribir su propio nombre.

Ella quiere enseñarle a escribir a su abuela.

Le ha enseñado a escribir a sus hijas,

a niños ajenos.

¿Por qué no habría de hacerlo con su abuela?

   

Quiere enseñarle a escribir a su abuela con lápiz para que pueda borrar si se equivoca. Quiere enseñarle con la misma calma con que su madre le enseñó a escribir mi mamá me ama/ yo amo a mi mamá. Por supuesto, no le enseñaría a escribir a su abuela exactamente esas oraciones de sujetos inexistentes y verbos impensables. Su abuela está enferma. No queda nadie por aprender a escribir en una familia de analfabetas letrados. En cambio, su abuela no sabe siquiera escribir su nombre, y aun así lo pronuncia tan diáfano cada vez que se lo preguntan, como cantándolo, aunque frunciendo la boca después de decirlo: «Cleotilde».   

Hubo un tiempo en que ella soñó que no podía escribir. Ya no sabía cómo escribir las aves. En otro sueño, un hombre: una pequeña huerta sembrada en su espalda. De la huerta brotaban letras como hojas de sauce llorón, y se marchitaban cuando ella se acercaba a tocarlas. Esos sueños fueron después de que su abuela le contó que no sabe escribir. Ella de un lado, su abuela del otro. Su abuela con las manos entrelazadas sobre la mesa, todas las moscas rondando su plato de fríjoles. Ella frente a su abuela con esa tonta expresión de su boca que la delata. Pero, ¿nada?, le preguntó a su abuela. ¿No sabe escribir nada? Nada, mija, no sé escribir nada.

Ella treinta y ocho. Por sus manos han pasado frases enteras, nombres de amores, improperios, historias mediocres, versos que pretenden ser libres.  

Eso sí, su abuela sabe contar, sabe nombrar. Su abuela cuenta como pocos. Su abuela le contó la historia del gato que se comió todas sus aves y echó a volar al amanecer. La del perro triste que se fue y nunca más volvió. La del grillo que la despertaba a las madrugadas para pedirle agua. La de la llorona, la de la patasola, la del jazminero que brotó cuando su abuela enterró en él un feto no nacido. Ella la escuchaba, sentada en el taburete, con las piernas meciéndose y el perro lamiendo sus pantorrillas. Su abuela cocinaba. Con devoción picaba los tomates los pepinos las zanahorias, sabiendo que se llaman tomates y pepinos y zanahorias, y le iba contando esas y otras historias, trazando líneas con el cuchillo sobre la tabla de picar, mientras ella, la pequeña ella, desgajaba una mandarina y le sacaba los hilos blancos como letras desarmadas.

Ella quiere comprarle un cuaderno a su abuela. Un cuaderno de tapa ocre, de esos en los que aprendió a escribir ca-sa/ ma-má /pe-rro / cie-lo. Quiere sentarse a la mesa con su abuela, sentarla en sus piernas, como lo hacía su madre con ella. Tomarle su mano callosa, morena, trémula, y trazar juntas la forma de su nombre. Hacerle ese regalo. Que su abuela sepa las curvas, las aperturas, los finales, los comienzos de las letras de su nombre.

Ella está tan lejos de la sabana

en que se achica su abuela.

La muerte siempre merodeando

como el polvo al sol.

Ella sabe que su abuela está cansada, que ha nadado contracorriente el río, secado sus súplicas al viento, caminado descalza sobre las yerbas del olvido. Ella sabe que su abuela no es la misma desde que su abuelo cerró los ojos para tomar una larga siesta. Ella presiente que es tarde, demasiado tarde. Teme que en la hora final las únicas letras en la vida de su abuela sean letras ajenas. Trazos de otros. Letras escritas de mala gana en la oficina del adulto mayor, en el hospital, en el banco, en la fila para votar por la promesa del bien. Su abuela colecciona palabras de otros como dadivas en bolsas de papel. Todos han escrito Cleotilde. Todos menos su abuela.   

Ella ha pensado que el nombre Cleotilde es una lágrima cayendo en una lengua de fuego. Es el garrido de un loro domesticado por la pobreza. Es una O de sonrisa estridente, con los dientes amarillos de tabaco. Es un nenúfar en el Río Magdalena, un acorde vallenato, un diario de recuerdos, una múcura rebosada de agua fresca, una corona de hortensias, una pluma de golondrina. Ella ha dibujado todo esto para llevárselo a su abuela cuando vuelva a caminar por las calles de guayacanes. Lo ha dibujado para que su abuela vea las formas de su nombre. Ella sueña, no en las noches, sueña mirando a los gorriones que brincan de rama en rama, que su abuela escribe su nombre.

Ella quiere enseñarle a escribir a su abuela. Ella escribe el nombre de su abuela a kilómetros. La herradura de la C, la fiereza de la l, el arrojo de la e, esa decisión de la o, el estoicismo de la t, la sutil voluntad de la i, la insistencia de la l, la d que se empeña en ser corchea de un juglar vallenato entonada por una e sin rencores. Ella sabe que, si no va a la sabana antes de que se seque el arroyo, un nombre quedará sin dueña.

 



Comentarios

  1. Muchas frases bellas en este texto. Me hizo acordar a mi padre. Sabía escribir, apenas. No sabía escribir mi nombre. Jabier escribía, las pocas veces que lo hizo.

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  2. Gracias por comentar, Javier. Somos privilegiados de la palabra.

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